"Sin responsabilidades, cualquiera puede ser un puto artista bohemio", pronunciaba con rabia el cantante de folk Jon Konrad Wert.
El compositor está preocupado. Poco dinero en sus presentaciones, escaso reconocimiento hacia sus lacerantes melodías y con un hijo en camino, no sabe si vale la pena continuar dejando pedacitos de alma en esos despoblados bares de Texas, donde algunos curiosos aún continúan pululando por sus roñidos rincones.
The folk singer. A tale of men, music and America no es sólo la historia de Jon Konrad Wert (alias Possessed By Paul James), sino también la exposición de algunos pincelazos de la cultura estadounidense "profunda", más allá del Big Mac y de todo el colonialismo cultural del que somos depositarios, del que pocas veces se ve por las pantallas.
Alejándose de la caricatura, el documental dirigido por M. A. Littler y que fue estrenado el 14 de Diciembre en el Centro de Arte Alameda en el contexto del Festival In-Edit Nescafé, consigue retratar elementos poco conocidos de la sensibilidad pueblerina yankie.
De esa que se desarrolla en medio de pintorescos sombreros texanos y de iglesias ávidas de recursos, que compiten entre ellas por obtener más seguidores de las enseñanzas del bueno de Jesucristo.
Llanto en los bares
Acá están los miedos de un cantante que no consigue éxito, reconocimiento artístico ni menos satisfacción personal.
Alejado de la moda cool que han desarrollado algunos descarados compositores nacionales, que recorren bares capitalinos con armónica y una forzada sensibilidad, copiada a la rápida de algún disco de Dylan, Konrad pasa sus días en su pequeño pueblo texano. Con sus amigos, su mujer y los bares que todavía disfrutan de sus acordes.
El material destaca por su intimidad. El documentalista logra recoger variados momentos sensibles, como las escenas de soledad y melancolía que se vislumbran en baños de locales que vieron pasar sus canciones, en donde se plasma la sensación de vacío y desdén que ronda por la resquebrajada alma del compositor.
Junto con ello, se describen algunas situaciones interesantes. Un ejemplo son las conversaciones con sus amigos sobre el sentido de ser americano, en donde se incluyen diálogos magistrales, como las sinceras dudas de por qué los texanos son tan odiados en el extranjero y otros que profundizan en la búsqueda de las motivaciones que aún los impulsan a seguir tocando sus guitarras, banjos o violines
Porque, de acuerdo a los relatos que circulando durante los 100 minutos de largometraje, no son muchas.
"Los mejores poetas han sido siempre los más pobres", señalaban con resignación. Y es cierto. El reconocimiento nunca se traduce en una retribución monetaria. Más parece un castigo, que estimula la falta de creatividad y la subordinación a fórmulas comerciales.
Además, hay una búsqueda más instrospectiva, que se visualiza en algunos pasajes. Uno de ellos es la borrachera de antología que lleva a Konrad a una la acalorada discusión con un forastero de Los Angeles sobre el sentido de su dudosa propuesta musical -y que casi lo conduce a las manos- o una conversación que sostiene con un reverendo afroamericano sobre la finalidad del catolicismo.
"Nueve de diez artistas buscan drogas o mujeres"
Lo anterior se conecta con todo un recorrido a nivel personal, en el cual la música va confluyendo con la búsqueda de un sentido a su existencia, abarcando desde su catolicismo forjado por menonitas, que de acuerdo a su experiencia, "predicaban más con el miedo que con la comprensión", hasta su familia, que tangencialmente, circula durante todo el relato.
Todo esto, además, matizado con la eterna interrogante sobre el sentido de la música y el arte en general. "Nueve de diez artistas buscan drogas o mujeres, por eso se fue todo a la mierda", pronunciaban con rabia. Y parece que así es, con propuestas cada día más inofensivas y con menos corazón.
"La juventud perdió la actitud, antes castigaban a los que plagiaban y se vendían", sentenciaban los protagonistas en medio de acaloradas discusiones.
La comodidad de las nuevas generaciones y la falta de intenciones de empaparse con ideas ajenas a la regla, parecen ser la tumba de todas las propuestas intimistas, que no sólo requieren de espacios en medios de comunicación, sino de personas con sensibilidad, dispuestas a abstraerse de la lógica inmediatista de estos tiempos neoliberales.
"Todos quieren esconder su desolación, mejor cantemos sobre ello y sanémosnos mutuamente", sentenciaban.
Un puñado de obstinados
La película conmueve. Incluso, a quienes no somos asiduos a este tipo de melodías. Acá hay tristeza y amargura en medio de una Texas desolada, arrasada por multinacionales y con poca gente circulando por su calles.
Pero, a modo de contraparte, también se vislumbra la obstinación de un puñado de compositores, que tratan de demostrar que aún es posible transformar esa sensación de desdén y de sospecha en melodías que salen desde las entrañas.
Porque, admitámoslo, el rock hace años que perdió algún atisbo de transgresión. Por lo menos el de grandes estadios. Las innovaciones van ligadas más a un plano estético o hasta vinculado con el agobiante virtuosismo. Recuperar la rebeldía o una propuesta que traiga de regreso el asombro, parece, por lo menos, ingenuo.
Por cierto, The folk singer es una historia minimalista, como muchas que circulan en el anonimato. Y no sólo por las calles de un pueblito sureño americano, también por estos rincones del planeta.
En detectarlos está la dificultad, ya que también por acá también hay jóvenes tejiendo sueños y capturando destellos de un estado de ánimo, invisibilizado por bonitos letreros publicitarios.
Puede que en clave folk o desde acordes acelerados, de esos que se resisten a inhibirse de vomitar sentimientos desgarradores. Quizás con un ojo talentoso como el de Littler, la tarea de podría hacerse más fácil.
El documental es sólo un ejemplo, uno de tantos. Bien por eso.
El compositor está preocupado. Poco dinero en sus presentaciones, escaso reconocimiento hacia sus lacerantes melodías y con un hijo en camino, no sabe si vale la pena continuar dejando pedacitos de alma en esos despoblados bares de Texas, donde algunos curiosos aún continúan pululando por sus roñidos rincones.
The folk singer. A tale of men, music and America no es sólo la historia de Jon Konrad Wert (alias Possessed By Paul James), sino también la exposición de algunos pincelazos de la cultura estadounidense "profunda", más allá del Big Mac y de todo el colonialismo cultural del que somos depositarios, del que pocas veces se ve por las pantallas.
Alejándose de la caricatura, el documental dirigido por M. A. Littler y que fue estrenado el 14 de Diciembre en el Centro de Arte Alameda en el contexto del Festival In-Edit Nescafé, consigue retratar elementos poco conocidos de la sensibilidad pueblerina yankie.
De esa que se desarrolla en medio de pintorescos sombreros texanos y de iglesias ávidas de recursos, que compiten entre ellas por obtener más seguidores de las enseñanzas del bueno de Jesucristo.
Llanto en los bares
Acá están los miedos de un cantante que no consigue éxito, reconocimiento artístico ni menos satisfacción personal.
Alejado de la moda cool que han desarrollado algunos descarados compositores nacionales, que recorren bares capitalinos con armónica y una forzada sensibilidad, copiada a la rápida de algún disco de Dylan, Konrad pasa sus días en su pequeño pueblo texano. Con sus amigos, su mujer y los bares que todavía disfrutan de sus acordes.
El material destaca por su intimidad. El documentalista logra recoger variados momentos sensibles, como las escenas de soledad y melancolía que se vislumbran en baños de locales que vieron pasar sus canciones, en donde se plasma la sensación de vacío y desdén que ronda por la resquebrajada alma del compositor.
Junto con ello, se describen algunas situaciones interesantes. Un ejemplo son las conversaciones con sus amigos sobre el sentido de ser americano, en donde se incluyen diálogos magistrales, como las sinceras dudas de por qué los texanos son tan odiados en el extranjero y otros que profundizan en la búsqueda de las motivaciones que aún los impulsan a seguir tocando sus guitarras, banjos o violines
Porque, de acuerdo a los relatos que circulando durante los 100 minutos de largometraje, no son muchas.
"Los mejores poetas han sido siempre los más pobres", señalaban con resignación. Y es cierto. El reconocimiento nunca se traduce en una retribución monetaria. Más parece un castigo, que estimula la falta de creatividad y la subordinación a fórmulas comerciales.
Además, hay una búsqueda más instrospectiva, que se visualiza en algunos pasajes. Uno de ellos es la borrachera de antología que lleva a Konrad a una la acalorada discusión con un forastero de Los Angeles sobre el sentido de su dudosa propuesta musical -y que casi lo conduce a las manos- o una conversación que sostiene con un reverendo afroamericano sobre la finalidad del catolicismo.
"Nueve de diez artistas buscan drogas o mujeres"
Lo anterior se conecta con todo un recorrido a nivel personal, en el cual la música va confluyendo con la búsqueda de un sentido a su existencia, abarcando desde su catolicismo forjado por menonitas, que de acuerdo a su experiencia, "predicaban más con el miedo que con la comprensión", hasta su familia, que tangencialmente, circula durante todo el relato.
Todo esto, además, matizado con la eterna interrogante sobre el sentido de la música y el arte en general. "Nueve de diez artistas buscan drogas o mujeres, por eso se fue todo a la mierda", pronunciaban con rabia. Y parece que así es, con propuestas cada día más inofensivas y con menos corazón.
"La juventud perdió la actitud, antes castigaban a los que plagiaban y se vendían", sentenciaban los protagonistas en medio de acaloradas discusiones.
La comodidad de las nuevas generaciones y la falta de intenciones de empaparse con ideas ajenas a la regla, parecen ser la tumba de todas las propuestas intimistas, que no sólo requieren de espacios en medios de comunicación, sino de personas con sensibilidad, dispuestas a abstraerse de la lógica inmediatista de estos tiempos neoliberales.
"Todos quieren esconder su desolación, mejor cantemos sobre ello y sanémosnos mutuamente", sentenciaban.
Un puñado de obstinados
La película conmueve. Incluso, a quienes no somos asiduos a este tipo de melodías. Acá hay tristeza y amargura en medio de una Texas desolada, arrasada por multinacionales y con poca gente circulando por su calles.
Pero, a modo de contraparte, también se vislumbra la obstinación de un puñado de compositores, que tratan de demostrar que aún es posible transformar esa sensación de desdén y de sospecha en melodías que salen desde las entrañas.
Porque, admitámoslo, el rock hace años que perdió algún atisbo de transgresión. Por lo menos el de grandes estadios. Las innovaciones van ligadas más a un plano estético o hasta vinculado con el agobiante virtuosismo. Recuperar la rebeldía o una propuesta que traiga de regreso el asombro, parece, por lo menos, ingenuo.
Por cierto, The folk singer es una historia minimalista, como muchas que circulan en el anonimato. Y no sólo por las calles de un pueblito sureño americano, también por estos rincones del planeta.
En detectarlos está la dificultad, ya que también por acá también hay jóvenes tejiendo sueños y capturando destellos de un estado de ánimo, invisibilizado por bonitos letreros publicitarios.
Puede que en clave folk o desde acordes acelerados, de esos que se resisten a inhibirse de vomitar sentimientos desgarradores. Quizás con un ojo talentoso como el de Littler, la tarea de podría hacerse más fácil.
El documental es sólo un ejemplo, uno de tantos. Bien por eso.