2/27/2006

¿¿Sin Dios en Chile??

Se respiraba un aire de destrucción y violencia. Se sentía en los huesos ese peligro inminente, esa falta de seguridad. Todos los presentes no podíamos dimensionar lo bello del momento. Sin Dios se estaba ubicando sobre el escenario, mientras comienza a sonar “A las barricadas”, tema emblemático de la Guerra Civil Española. Las gargantas se hacen una sola, las crestas se mueven, excitadas y eufóricas. La banderas negras flameaban sin miedo. Apenas gritan: “¡¡La revuelta continúa!!”, ya sabíamos que la fiesta había comenzado.

Mis ojos todavía no lo creen, no se cansan de mirar un hermoso afiche, que sentencia: “Hoy como ayer, seguimos puño en alto”. ¿Amenaza terrorista? Puede ser. Aunque suene a falacia máxima, era cierto: Sin Dios venía a Chile.

Tengo mucho calor. Estoy en una fila interminable que ni siquiera medita en avanzar. Me tiemblan las manos. No puedo creerlo: mi entrada se ha partido en dos. ¿Me dejarán entrar? Tengo suerte, el gordo de la puerta no hizo mayores problemas. Camino un paso, otro más, y listo: estoy dentro de “La Laberinto”. Este local, ya ha superado la barrera de lo mítico (ya no existe, ojo). Dentro de sus visitas, figuran grupos rockeros tan importantes como Fugazi, Fun People, Lagwagon y Supersordo. Sus paredes extensas, su forma circular, cálida y acogedora, todavía me sacan una sonrisa. Ese color gris opaco, esa falta de cuidado excesivo, le generaban una melancolía tan viva, tan real.

Mientas me disponía a posicionarme junto al escenario: un skinhead se cruza por mi camino. Siempre cercano a la franqueza: no existen personas que deteste más que a los autodenominados “skinhead” (no todos, sino el estereotipo, conozco a grandes personas que reivindican la cultura, pero con inteligencia, no con golpes aleatorios). Seres violentos, agresivos y alcoholizados. Personas que no encontraron nada mejor que copiar, en forma descarada, estereotipos salidos de los suburbios londinenses. Una estética con nula originalidad: bototos lustrados, suspensores rojos, jeans ajustados, poleras que reflejarían un compromiso hacia esta pseudo-cultura. Traté de no mirarlo. Si te atreves a superar el límite de los cuarenta segundos de intercambio visual, prepárate para un sabroso golpe en tus costillas.

-“¡Buena, loco!” – me grita un buen amigo del colegio. Suponía que vendría al concierto, pero por situaciones inexplicables, fue imposible una llegada en conjunto.
- ¡Hola! – El abrazo fue efusivo, seguido de un fraternal beso – Puede parecer extraño tanta afectividad, pero para nosotros, eran simples demostraciones de una hermandad que no podía destruirse.

Él, mi amigo, no me introdujo en el Punk, pero sin duda fue una importante influencia. Sabía mucho. Sus conocimientos políticos eran inigualables y su nivel de pasión hacia la cultura todavía me produce escalofríos. Ese día llevaba una polera negra corriente y sin alusiones contestatarias. Un pantalón corto y unas zapatillas que no terminaban de romperse. Los bototos se quedaron en la casa ese día.

- ¿Puedes creerlo? ¡Sin Dios en Chile! – me gritaba, condimentado con algunos garabatos irrelevantes – Lo creía. A pesar de todos mis miedos: lo creía.

Afirmado en la reja, veo subir a la primera banda: Punkora. Deben ser el grupo chileno más importante de los últimos cinco años. Con letras ácidas, políticas e inteligentes, deleitaron de un Punk melódico por más de veinte minutos. El vocalista, poseedor de una voz áspera y lejana a una afinación profesional, vomitaba y escupía consignas que todos interiorizaban como propias. Por momentos, el sonido fallaba, pero “El Guille” y compañía, gritaban con una fuerza que minimizaba cualquier imperfección técnica.

El anarquismo chileno se hace canciones: Malgobierno al escenario. Sin pausas, sin melodías fáciles, la banda mueve a la audiencia durante quince intensos minutos. Mientras descargaban temas de su último disco, “La Esperanza Intacta”, siento violentos ruidos a lo lejos. Ya que mi imaginación ha superado cualquier barrera racional, podía visualizar el caos que se gestaba afuera del recinto. Estaba preparado para el golpe, sabía que el concierto podía llegar a su fin.

Última banda telonera: Curasbún. Jamás me podrá gustar la propuesta de esta agrupación. Promueven la violencia irracional, justificada en una especie de supremacía moral incomprensible. También, les encanta criticar a cualquier actor social que defienda métodos pacíficos (lo denominan hippie). Yo seguía pegado a la reja, esperando que esta tortura terminara. En medio de la presentación, decenas de vidrios fueron destruidos. ¿Vidrios destruidos? Sí. Lo que ocurría era el típico forcejeo con gente que es incapaz de cancelar el precio de una entrada. Pero existen otros matices. Por ejemplo, es ridículo que afuera de “La Laberinto” estén paradas tres mil personas, cuando el local tiene capacidad para ochocientas. Es más que curioso. Por fin: Curasbún se baja del escenario. Viene Sin Dios.

Fue una interpretación hermosa. Parten con “Banderas Negras”, de su emblemático disco “Ruido anticapitalista”. No había baile, ni violencia, ni ganas de generar peleas irrelevantes. Los asistentes sólo querían escuchar buena música, sólo querían saborearse con acordes que nunca se escucharán en medios masivos oportunistas. Suena por los parlantes “Hoy como ayer”, “Ingobernables”, “La idea”. Estaba preso en un estado de catarsis. Sin Dios había sido la banda que siempre había admirado. Me pasmaba su consecuencia, su audacia, su anarquismo radical. Lo fantástico es que estaban frente a mí. Es cierto, no con una vista privilegiada (un insensato se ubica justo sobre mi ubicación estratégica), pero no deja de ser un dato menor.

“El anarquismo es una forma de generar política, necesaria y urgente, para salvar este planeta condenado a las garras siniestras del capitalismo salvaje. Hace años, pensábamos que éramos pocos en esta lucha, ahora nos damos cuenta que somos menos, pero seguimos acá, junto a ustedes”. Es una frase bonita, casi tierna. Sin Dios la pronunció, sin saber que todas sus intenciones quedarían relegadas en una inconsecuencia descarada y patética. Después de unos aplausos, se escucha “Miseria y Traición”.

Quiero pensar en las buenas intenciones de Sin Dios, no puedo concebir tanta canallada. Mientras seguía sonando el punk acelerado, la policía ingresa al recinto. Giro mi cabeza y veo una cantidad interesante de Fuerzas Especiales. De forma espontánea, se genera una curiosa situación de hermandad: todos estábamos casi abrazados en el centro del local. Comienzan los cánticos: “Es la policía verde, esa que no deja ver”, seguidos de garabatos muy bien utilizados. Pero algo andaba mal. Cuando posiciono mi cabeza sobre el escenario: no estaba Sin Dios. Mi corazón se quebró en pedazos incontables. Mi leyenda, mis héroes, mis referentes, escapaban sin ninguna justificación coherente. La mayoría de los presentes estaba siendo golpeado, menos esos emblemas de lo contestatario, que seguían ideando canciones, escondidos entre las sombras de la cobardía.

Salí corriendo hacia la calle, con la esperanza de no ser detenido por estos símbolos del orden y la institucionalidad. La suerte estuvo conmigo ese día. Un hecho más que anecdótico, fue cuando el “huanaco”, a la salida del recinto, me apuntó en forma directa a la cara. Afortunadamente: el líquido no llegó a rociar mi ropa sudorosa.

La pena invadía mi rostro. La policía había destruido el concierto que más había soñado en mis noches de niñez inocentona. Mi banda favorita, huía con una cobardía digna de niños púberes. Para mi fortuna, un periodista de Canal 13 se asoma por los alrededores. Lo único razonable que se me ocurrió, fue gritar y gritar garabatos contra el sistema, la vida, la policía y la prensa mentirosa. Nunca salió al aire, nunca salió al aire.

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