
Un grupo de estudiantes, que no superan los 12 años, caen en una isla desierta, sin ninguna posibilidad de escaparse de ella. Poco a poco comienzan a conocerse, viéndose obligados a interactuar entre ellos, con el objetivo de formar una sociedad que les permita sobrevivir ante tal adversidad.

Además, este último intenta imponer su autoridad en base a la fuerza y a la carencia total de argumentos, generando, como es natural, una cantidad nada despreciable de adeptos.
En el medio queda el pequeño Piggy, el típico niño, joven y/o adulto ridiculizado por su aspecto físico, quien trata de imponer ciertos matices de sensatez en medio de escenario que poco a poco comienza a escaparse de las manos de los pequeños.
Lo triste de la película es que toda esa libertad, carente de adultos y de todas las reglas convencionales de las sociedades occidentales de donde provienen, comienza poco a poco a esfumarse, reproduciendo los mismos vicios y errores de esas grandes metrópolis.
La pregunta de Golding, más allá de hacer una apología a "la maldad" o a lo importante que son las leyes, que no deja de ser una lectura simplista de la película y del libro, es por qué siempre en las sociedades, sea cual sea su naturaleza, terminan primando no los argumentos sensatos, consensuados por la mayoría y que tienen cierto grado de legitimidad, sino los brutos, los improvisados y los violentos, que nadie busca pero que casi todos legitiman con un complaciente silencio.
Si quieres ver una película dura, descarnada, crítica y sobre todo, preocupantemente vigente, te recomiendo ver El señor de las moscas. Si la invitación te parece innecesaria y derechamente aburrida, siempre estará la posibilidad de ver más de algún refrito hollywodense. De esos nunca faltan.